La forma del agua es una película de criaturas extrañas:
desde una mujer de la limpieza muda y solitaria, que lleva una vida rutinaria y
que busca el consuelo en la masturbación que realiza durante su baño mañanero, un
viejo verde homosexual, pasando por un jefe de seguridad falto de sentimientos,
hasta un ser anfibio con forma antropomórfica y de piel táctil «se vuelve fluorescente
si la tocas». Por carecer de la habilidad de hablar, por ser un artista
amargado y fracasado, por ser un hijo de puta atormentado por su karma y por
ser un bicho raro que es visto como una ventaja frente al enemigo. Al fin y al
cabo, todos son motivos para ser criaturas que se sienten peces fuera del agua,
que nos aterrorizan con la misma fuerza que nos describen, nos definen, nos
pueden y nos hacen ser lo que somos.
Una película visualmente maravillosa «en la que el laborioso maquillaje
es una gozada», que cuenta con una historia que mezcla romance con tintes fantásticos,
dentro de un contexto histórico que tiene como telón de fondo el conflicto
universal entre el bloque americano y el soviético, como es la Guerra Fría. Una
historia sobre la compasión y el amor entre dos seres atrapados en su prisión de monotonía e infelicidad, que se complementan y se buscan el uno al otro para sentirse completados. Sin embargo, es cine que me cuesta trasladarlo a la realidad
La forma del agua es la mejor obra del cineasta mexicano
Guillermo del Toro desde El laberinto del Fauno, que nos cuenta las historias de Sansón y Dalila y la de La
bella y la bestia y King Kong, aunque esta última contada de manera inversa: es la
mujer la que primero se enamora de la bestia.
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